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PRADA

Vargas Losa, el liberal

Usted fue un izquierdista convencido, hasta que abrazó posiciones liberales. ¿Qué pasó?

Fue un proceso. Estuve un año en el Partido Comunista, en 1953, cuando estaba en la universidad. Yo era un lector voraz de Sartre, de los existencialistas franceses. Esa influencia me sirvió para contrarrestar el carácter dogmático del marxismo que tenía el Partido Comunista peruano y todos los partidos comunistas latinoamericanos. En esas reuniones, yo usaba argumentos de Jean-Paul Sartre contra el realismo socialista, y fue en una de esas discusiones cuando un compañero de célula me llamó subhombre. Me aparté de los comunistas, pero seguí estando en la lucha de los movimientos de izquierda; estuve, incluso, en la democracia cristiana, porque se nucleaba en torno a Bustamante Rivero, que había sido un presidente honorabilísimo, y además tío mío, un hombre que era un modelo de corrección. Con los democristianos luché hasta la caída de la dictadura de Odría.

Y después vino la revolución cubana.

Parecía que creaba lo que andaba buscando yo y mucha gente de izquierda que, como yo, se sentía rechazada por el marxismo dogmático. Así que me puse a militar por Cuba en Europa. Fui allí, enviado por la radiotelevisión francesa, cuando la crisis de los cohetes; ya habían empezado los cambios, pero yo no los vi. Y allí fui cada año, hasta 1966, hasta que se crean los campos de concentración, donde se encierra, junto a los delincuentes comunes, a los homosexuales, y también a los opositores al régimen. Ésa fue mi primera crisis. Le escribí a Fidel Castro, y él me hizo ir; fui con Julio Cortázar, entre otros. Y él nos estuvo hablando toda la noche, explicando que se habían cometido abusos. Hice las paces, pero dentro de mí se quedó un espíritu crítico que ya no abandonaría con respecto a la revolución cubana. Después estuve en Praga, durante la primavera, y en la URSS, y ésta fue una experiencia muy deprimente. Empecé a leer a otros pensadores, opté por Albert Camus frente a Sartre, y descubrí a los pensadores liberales, como Isaiah Berlin o Karl Popper.

Y a partir de entonces defiende una posición política básicamente liberal.

Un liberalismo que toma muchas cosas del socialismo y que reivindica la libertad como algo más importante que el poder. Hay un aspecto importante del socialismo que todavía es fiel a sus orígenes libertarios, y eso lo confunde con el liberalismo. Es el caso de gente como Felipe González o Miguel Boyer, que llevaron a cabo una política liberal para la economía, afortunadamente para España. Ahora bien, hay un socialismo para el que el poder es más importante que la libertad, y ése es el socialismo que yo critico, porque es el que te conduce a Fidel Castro o a Hugo Chávez.

Aún con respecto a Cuba: el ‘caso Padilla’ fue el detonante de su ruptura. Y produjo fracturas indeseables, que también fueron resquebrajando el ‘boom’…

Sí, digamos que había una ficción que subrayaba la gran unidad existente en la política y en la amistad. A partir de la crisis desatada por el caso Padilla aflora a la superficie una realidad que ya se gestaba hacía mucho tiempo. Entonces vino la hora de las definiciones, de las firmas, de las preguntas: ¿estás a favor o en contra? Y hubo quienes estábamos en contra, y otros no quisieron pronunciarse.

¿Eso está en la raíz de su enemistad con Gabriel García Márquez?

De ese tema no hablo.

El ‘boom’ fue una época feliz de la literatura latinoamericana. ¿Qué le dio a la literatura en español?

Para mí supuso descubrir de pronto que los escritores latinoamericanos formábamos una comunidad que era reconocida fuera de nuestras fronteras de una manera entusiasta. Siempre habíamos sido los inexistentes. ¡Y de una manera imprevista pasamos a estar en el vértice de toda una vida cultural! Fue un gran estímulo. Cuando vivíamos en Barcelona, a principios de los setenta, venían decenas de jovencitos, como nosotros habíamos ido a París, pensando que aquí se hacía la literatura. Se rompen fronteras, y se vive una época dorada, de grandes entusiasmos, también políticos.

¿Y qué dejó el ‘boom’?

Una puerta abierta en la lengua española para la literatura. Gracias al boom, ya no hay fronteras en la literatura en español.

¿Con qué libros del ‘boom’ se queda?

Con todo Borges; con Cien años de soledad, de García Márquez; con El reino de este mundo, de Carpentier; con muchos cuentos de Cortázar; con La vida breve y con muchos cuentos de Onetti, el escritor que, con la distancia que da el tiempo, vislumbro ahora como el mejor de todos nosotros.

¿Y su libro?

Yo no sé meterme en esas clasificaciones. Pero si yo tuviera que salvar algún libro mío, probablemente sería Conversación en La Catedral. Porque es el libro que más me costó escribir.

Ahora va a publicar ‘Travesuras de la niña mala’, en la que las décadas y las ciudades tienen que ver con su propia historia.

Sí, ocurre en las ciudades donde yo he vivido en los años que he vivido. La anécdota no ha existido, pero los sitios son los míos: Perú cuando era chico, París en los sesenta, Londres en los setenta, España en los ochenta.

En esa novela hay épocas fatales. ¿Cuáles fueron las suyas?

El primer año con mi padre fue una época fatal. Los primeros meses de París. Y en 1962, en París, estuve a punto de cometer una locura: enrolarme en la Legión Extranjera. Hubiera sido el disparate más grandioso de mi vida.

¿Y cuando perdió las elecciones?

Hubo un gran esfuerzo de muchísima gente que no tenía ambición política, que estaba ahí para cambiar las cosas, y ese esfuerzo inútil me dejó muy apenado, exhausto; había perdido 10 kilos en la campaña, fue una decepción. Pero fue fantástico volver a mis libros. He tenido fracasos, políticos y literarios. Pero no tengo derecho a quejarme. Me considero un gran privilegiado, puedo dedicarme a lo que me gusta, y eso es algo extraordinario. Eso compensa las frustraciones y los fracasos de que está hecha la vida si tú no eres un imbécil. Haciendo las sumas y las restas no puedo quejarme. Y tengo salud, que me permite meterme en todo tipo de aventuras. Hay gente que a los 70 se angustia. Yo no me angustio, me considero vivo; lleno de curiosidades, de ilusiones, con muchos deseos de hacer cosas. Hay que estar vivo hasta el final. Ese espectáculo de los que mueren antes de morirse me horroriza.

¿Es feliz ahora?

Uno no puede decirlo, es casi como confesar que uno es idiota. La idea de la felicidad permanente la asociamos, con mucha razón, con los idiotas, con los conformistas. Si tú dices que eres feliz, ya empiezas a morirte. Lo ideal para mí es que la muerte llegue como un accidente, vivir como si fueras un inmortal y en un momento dado eso se interrumpa por un accidente.

En una entrevista de 1990 decía usted que escribía para huir de la infelicidad…

Es algo que podría decir la mayoría de los escritores. Cuando escribes, de algún modo te impermeabilizas contra la infelicidad. La escritura hace que todo lo demás parezca mediocre. Ahora bien, para mí escribir no es meterme en un cuarto de corcho; la literatura me lleva a interesarme por otras cosas de la vida.

Setenta años. Usted es periodista. Diga un titular para este momento.

Setenta años, y sigue andando.

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