Félix de Azúa, gracias señor
El azar ha querido que vuelva a leer un librito que hace 30 años dio mucho que hablar y que todavía figura en innumerables bibliografías universitarias. En 1973, cuando escribió El placer del texto, Roland Barthes iba a cumplir 60 años y le quedaban siete de vida. Estaba en el cenit de su prestigio como pensador. Aunque escaso de páginas, el ensayo causó cierto alboroto porque Barthes abandonaba el lenguaje formal estructuralista y semiótico para adoptar un punto de vista más próximo a Derrida, con el que osaba defender el placer (plaisir) y el goce (jouissance) del texto. Leído ahora mismo, uno se mesa la barba al constatar las trivialidades que entonces fueron tomadas con total seriedad. El ensayo entero no es sino una analogía alargada hasta la náusea del texto literario como cuerpo físico al que se puede azotar, morder, chupar o mortificar. Yo llegué a cometer un prólogo para una selección de escritos de Barthes en 1974 y ahora no alcanzo a entender el porqué.
No estoy negando el interés, sea de curiosidad o de documentación, que pueda llevar a la lectura de Barthes, ni la desaconsejo, Dios me libre; sólo me asombro de la ligereza, la liviandad de un mundo intelectual, el de la Francia posterior a mayo del 68, tan evidentemente irresponsable, y me maravilla que Barthes, o Bataille, o Blanchot mantengan su presencia en la Universidad. Como lectura privada, casi diría "poética", y aunque el estilo almibarado, refitolero y pedantesco de estos manieristas pueda atacar los nervios, se comprende. Como pensamiento serio es imposible.
Algunas frases de Barthes pierden todo su sabor cuando se traducen, pero no su vaporoso sinsentido: "Placer edípico (desnudar, saber, conocer el principio y el fin), si es cierto que toda narración (todo desvelamiento de la verdad) es una puesta en escena del Padre...". ¿Toda narración es una puesta en escena del Padre? ¿Un desvelamiento de la verdad? ¿Y en cambio no lo es un informe de la fiscalía, o la Constitución de los EE UU? En fin, no es sólo la banalidad del pensamiento lo que espanta, es también su afectación, su coquetería (herencia del peor Valery) y ese temor tan característico del mandarín a ser tomado por inelegante, por plebeyo. "Esos pelmazos que decretan la forclusión del texto y de su placer, sea por conformismo cultural, sea por racionalismo intransigente, sea por moralismo político, sea por crítica del significante, sea por pragmatismo imbécil...". Y así sigue hasta quedarse solo, como un Narciso de cartón con su espada de madera, rodeado de cadáveres imaginarios.
En los detalles, en las frases sueltas, muestra ese aplomo de una generación a la que nadie ha criticado en serio, a la que nadie ha plantado cara y que se ha permitido todos los excesos verbales, políticos y morales. Son frases lapidarias, como sentencias en una lengua muerta, y a veces parece un Lucano sin inteligencia: "El escritor es alguien que juega con el cuerpo de su madre". O bien: "Entre adultos, la novedad constituye siempre la condición del gozo". O por ejemplo: "Lo popular no conoce el Deseo -sólo los placeres-". No hay que exagerar, fue la sociedad francesa entera, o su segmento más culto, quien aceptó estas banalidades como si fueran el fruto de un trabajo real, de una investigación rigurosa, de una tarea severa. En realidad, sólo eran ocurrencias de flanneur.
Algunos mecanismos sociales se inventaron para corregir desvíos, chapuzas, errores, estupideces que pueden traer consecuencias muy graves a la población. El más eficaz es la competencia de los mandos y su inmediata sustitución cuando causan un daño. En Gran Bretaña (y sólo en 2004) hemos visto caer un par de poderosos periodistas por errores informativos. En los EE UU nadie admitiría que un técnico del Gobierno siguiera en el empleo tras provocar un derrumbe como el de Barcelona. Ni siquiera en Alemania se permitiría la permanencia de un político por cuya irresponsabilidad o inepcia se hubiera producido una severa pérdida de fondos públicos. La historia del AVE sería imposible en un país civilizado.
Cualquiera que tenga el hábito de leer prensa culta anglosajona o alemana sabe a qué durísimo examen se somete cualquier ensayo filosófico, humanístico o científico en aquellos países. De Francia, sin embargo, mi generación aprendió la irresponsabilidad elegante, la inmoralidad chic, una premonición de la "vida cultural" como espectáculo de masas. Quizás esa debilidad, en un país como Francia, de soberbia tradición intelectual, viniera causada por la imposibilidad de juzgar públicamente la colaboración de las clases cultas con el invasor alemán. Al desprestigio de los intelectuales durante la ocupación siguió una política de sacralización indiscriminada.
Lo que me importa subrayar es el alcance de esa irresponsabilidad. Barthes, como muchos de sus amigos o discípulos de la época, Althusser, Deleuze, Kristeva, Sollers, Pleynet, Sarduy, ¡tantos otros ya desaparecidos!, influyeron decisivamente sobre mi generación y acentuaron la tendencia a la irresponsabilidad secular en nuestro país. Hoy, desde el poder (y no me refiero a Zapatero y su equipo, como es lógico, pues son más jóvenes), la vieja generación se encuentra inerme frente a la crítica. No han sido nunca criticados en serio, y si alguien lo intentó, fue lapidado. He aquí su mayor debilidad, justo antes del retiro. Y ésa es también la razón por la que a cualquier reserva o desacuerdo sobre su trabajo responden con esa estupidez en forma de insulto: "¡Facha!". ¿Facha?
En su imprescindible Koba the Dread (en español lo ha publicado Anagrama), Martín Amis se pregunta cómo es posible que todavía hoy, con toda la información que obra en nuestro poder, si alguien declara su simpatía por los nazis es razonablemente eliminado de la vida pública, pero si declara su simpatía por los comunistas bolcheviques puede incluso recibir aplausos. En su ensayo, Amis recoge sólo algunas de las más espantosas carnicerías del comunismo soviético. A ellas habría que añadir las de Mao, Fidel, los khmer rojos y las apenas conocidas del continente africano. Amis se pregunta por qué llamaban "facha" a su padre tras abandonar el partido comunista al conocer los asesinatos estalinistas, y quiénes eran, en realidad, los fascistas. Así pues, ¿quién es el fascista?
Hace poco, en este mismo diario, un colaborador de todas las dictaduras menos una, Santiago Carrillo, se ufanaba de ser el único comunista que no se había equivocado jamás, ante la sonrisa complaciente del entrevistador. Como si fuera una figura del deporte, este hombre ni siquiera se tomaba en serio a los muertos. También puede suceder que no se hubiera enterado de nada, pero eso sería aún peor. ¿Los comunistas españoles estuvieron 40 años en manos de un incompetente?
Mientras esta irresponsabilidad, esta moral acomodaticia no se remedie, no habrá una argumentación real contra el terrorismo, el cual recibe en España, por parte de la izquierda, un tratamiento casi delicado. Ni siquiera una ideología infame, como el etnicismo de Ibarreche y sus colegas sabinianos (ninguno de ellos ha renunciado al racismo de los escritos de Arana explícitamente), recibe el tratamiento que se merece, sino una comprensiva palmadita en la espalda cuando no el aplauso de la Cámara catalana entera y en pie o el decisivo apoyo de Izquierda Unida.
Puede parecer exagerado pasar de Barthes a Ibarreche..., y lo es, porque Barthes era una excelente persona. Pero tengo para mí que la irresponsabilidad intelectual de los años setenta y la ausencia de una crítica que permitiera hacer balance y pasar página, es decir, determinar el presente mediante una definición recta del pasado franquista, ha conducido a la total irresponsabilidad administrativa y política de nuestra desorientada actualidad.
EL PAÍS - Opinión - 10-02-2005
No estoy negando el interés, sea de curiosidad o de documentación, que pueda llevar a la lectura de Barthes, ni la desaconsejo, Dios me libre; sólo me asombro de la ligereza, la liviandad de un mundo intelectual, el de la Francia posterior a mayo del 68, tan evidentemente irresponsable, y me maravilla que Barthes, o Bataille, o Blanchot mantengan su presencia en la Universidad. Como lectura privada, casi diría "poética", y aunque el estilo almibarado, refitolero y pedantesco de estos manieristas pueda atacar los nervios, se comprende. Como pensamiento serio es imposible.
Algunas frases de Barthes pierden todo su sabor cuando se traducen, pero no su vaporoso sinsentido: "Placer edípico (desnudar, saber, conocer el principio y el fin), si es cierto que toda narración (todo desvelamiento de la verdad) es una puesta en escena del Padre...". ¿Toda narración es una puesta en escena del Padre? ¿Un desvelamiento de la verdad? ¿Y en cambio no lo es un informe de la fiscalía, o la Constitución de los EE UU? En fin, no es sólo la banalidad del pensamiento lo que espanta, es también su afectación, su coquetería (herencia del peor Valery) y ese temor tan característico del mandarín a ser tomado por inelegante, por plebeyo. "Esos pelmazos que decretan la forclusión del texto y de su placer, sea por conformismo cultural, sea por racionalismo intransigente, sea por moralismo político, sea por crítica del significante, sea por pragmatismo imbécil...". Y así sigue hasta quedarse solo, como un Narciso de cartón con su espada de madera, rodeado de cadáveres imaginarios.
En los detalles, en las frases sueltas, muestra ese aplomo de una generación a la que nadie ha criticado en serio, a la que nadie ha plantado cara y que se ha permitido todos los excesos verbales, políticos y morales. Son frases lapidarias, como sentencias en una lengua muerta, y a veces parece un Lucano sin inteligencia: "El escritor es alguien que juega con el cuerpo de su madre". O bien: "Entre adultos, la novedad constituye siempre la condición del gozo". O por ejemplo: "Lo popular no conoce el Deseo -sólo los placeres-". No hay que exagerar, fue la sociedad francesa entera, o su segmento más culto, quien aceptó estas banalidades como si fueran el fruto de un trabajo real, de una investigación rigurosa, de una tarea severa. En realidad, sólo eran ocurrencias de flanneur.
Algunos mecanismos sociales se inventaron para corregir desvíos, chapuzas, errores, estupideces que pueden traer consecuencias muy graves a la población. El más eficaz es la competencia de los mandos y su inmediata sustitución cuando causan un daño. En Gran Bretaña (y sólo en 2004) hemos visto caer un par de poderosos periodistas por errores informativos. En los EE UU nadie admitiría que un técnico del Gobierno siguiera en el empleo tras provocar un derrumbe como el de Barcelona. Ni siquiera en Alemania se permitiría la permanencia de un político por cuya irresponsabilidad o inepcia se hubiera producido una severa pérdida de fondos públicos. La historia del AVE sería imposible en un país civilizado.
Cualquiera que tenga el hábito de leer prensa culta anglosajona o alemana sabe a qué durísimo examen se somete cualquier ensayo filosófico, humanístico o científico en aquellos países. De Francia, sin embargo, mi generación aprendió la irresponsabilidad elegante, la inmoralidad chic, una premonición de la "vida cultural" como espectáculo de masas. Quizás esa debilidad, en un país como Francia, de soberbia tradición intelectual, viniera causada por la imposibilidad de juzgar públicamente la colaboración de las clases cultas con el invasor alemán. Al desprestigio de los intelectuales durante la ocupación siguió una política de sacralización indiscriminada.
Lo que me importa subrayar es el alcance de esa irresponsabilidad. Barthes, como muchos de sus amigos o discípulos de la época, Althusser, Deleuze, Kristeva, Sollers, Pleynet, Sarduy, ¡tantos otros ya desaparecidos!, influyeron decisivamente sobre mi generación y acentuaron la tendencia a la irresponsabilidad secular en nuestro país. Hoy, desde el poder (y no me refiero a Zapatero y su equipo, como es lógico, pues son más jóvenes), la vieja generación se encuentra inerme frente a la crítica. No han sido nunca criticados en serio, y si alguien lo intentó, fue lapidado. He aquí su mayor debilidad, justo antes del retiro. Y ésa es también la razón por la que a cualquier reserva o desacuerdo sobre su trabajo responden con esa estupidez en forma de insulto: "¡Facha!". ¿Facha?
En su imprescindible Koba the Dread (en español lo ha publicado Anagrama), Martín Amis se pregunta cómo es posible que todavía hoy, con toda la información que obra en nuestro poder, si alguien declara su simpatía por los nazis es razonablemente eliminado de la vida pública, pero si declara su simpatía por los comunistas bolcheviques puede incluso recibir aplausos. En su ensayo, Amis recoge sólo algunas de las más espantosas carnicerías del comunismo soviético. A ellas habría que añadir las de Mao, Fidel, los khmer rojos y las apenas conocidas del continente africano. Amis se pregunta por qué llamaban "facha" a su padre tras abandonar el partido comunista al conocer los asesinatos estalinistas, y quiénes eran, en realidad, los fascistas. Así pues, ¿quién es el fascista?
Hace poco, en este mismo diario, un colaborador de todas las dictaduras menos una, Santiago Carrillo, se ufanaba de ser el único comunista que no se había equivocado jamás, ante la sonrisa complaciente del entrevistador. Como si fuera una figura del deporte, este hombre ni siquiera se tomaba en serio a los muertos. También puede suceder que no se hubiera enterado de nada, pero eso sería aún peor. ¿Los comunistas españoles estuvieron 40 años en manos de un incompetente?
Mientras esta irresponsabilidad, esta moral acomodaticia no se remedie, no habrá una argumentación real contra el terrorismo, el cual recibe en España, por parte de la izquierda, un tratamiento casi delicado. Ni siquiera una ideología infame, como el etnicismo de Ibarreche y sus colegas sabinianos (ninguno de ellos ha renunciado al racismo de los escritos de Arana explícitamente), recibe el tratamiento que se merece, sino una comprensiva palmadita en la espalda cuando no el aplauso de la Cámara catalana entera y en pie o el decisivo apoyo de Izquierda Unida.
Puede parecer exagerado pasar de Barthes a Ibarreche..., y lo es, porque Barthes era una excelente persona. Pero tengo para mí que la irresponsabilidad intelectual de los años setenta y la ausencia de una crítica que permitiera hacer balance y pasar página, es decir, determinar el presente mediante una definición recta del pasado franquista, ha conducido a la total irresponsabilidad administrativa y política de nuestra desorientada actualidad.
EL PAÍS - Opinión - 10-02-2005
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