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linaza y budwig

Linaza Molida: Dieta de la doctora Johana Budwig

Tratamiento efectivo contra el cancer


La dieta Budwig es una de las alternativas mas conocidas y establecidas para para tartar el cáncer. Dos ganadores del Premio Nobel se juntaron para crear este tratamiento. Puede ser clasificado como uno de los planes de tratamiento de oxigeno, pero es mas que eso; “La teoria consiste en lo siguiente: el uso del oxigeno en el organismo puede ser estimulado por compuestos proteinicos de contenido sulfúrico, el cual fabrica los aceites hidro solubles Omega 3…” En poco tiempo esta dieta detiene el avance del cáncer y mata las células cancerosas.


Sin embargo, la efectividad de esta dieta depende grande mente en usar el tratamiento completo, incluyendo la dieta de la doctora y sus suplementos.


Dieta de linaza de la doctora Budwig


Se ha visto que los niveles de oxigeno en las células cancerosas determina enorme mente la agresividad con la cual el cáncer avanza. Entre menos oxigeno haya, más agresivamente estas se esparcen. Por supuesto, si hay abundancia de oxígeno, en las células, las células cancerosas mueren. Esto es bueno. Este tratamiento no solo conyeva a disminuir o parar la metastasis, si no a la muerte de la célula cancerosa.


“El doctor Szent Gyorgy ganó el Premio Nobel en 1937 por descubrir que los ácidos grasos esenciales combinados con proteinas ricas en sulfuro (tales como las que se encuentran en productos lacteos) incrementan la oxigenación del cuerpo. La doctora Budwig aplicó este descubrimiento en pacientes con cancer alimentandoles con una mezcla de 3 a 6 cucharadas de aceite de linaza y 4 onzas de queso cotija de bajas calorias diariamente. La mezcla es más efectiva si los ingredientes son mezclados muy bien o licuados. Se puede agregar piña para mejorar el sabor.”


Asi es como el cáncer comienza frecuentemente: El proceso que conlleva a hidrogenar los ácidos grasos parcial mente hidrogenados, y aún aceites polisaturados (aceite de maiz o canola) causa que substancias se depositen en el cuerpo o las celulas. El corazon, por ejemplo, rechaza estas grasas y estas terminan como depositos grasos inorgánicos en el músculo cardiaco. Estas terminan por bloquear la circulación, dañando la actividad cardiaca, inhibiendo la renovación celular e impidiendo el fluido libre del torrente sanguineo (por consecuencia el oxigeno que transporta) y los fluidos linfáticos. Con la dieta de Budwig se solucionan estos problemas.


La dieta de Budwig es una de las dietas mas antiguas, (teniendo origenes en los cincuentas) y mas efectivas contra el cáncer de todos los tiempos. La dieta completa recomendada por la afamada doctora incluye alimentos que se deben consumir, comidas que se pueden comer, y comidas que definitive mente no deberian comerse. Lo mejor es cumplir la dieta exactamente como la doctora la sugiere. Mientras usted este en su dieta, puede sumergirse en la teoria de la proporcion correcta de los ácidos grasos esenciales Omega 3 y Omega 6, y todos los detalles que se relacionan (como la margarina y otros ácidos trans-grasos). Mi punto es este: no retrase el tratamiento al complicar algo que es simplemente sencillo y que ha funcinado bien en miles de casos.


Es esencial usar solo aceites presillados en frio sin refinar con alto contenido en ácido linoleico tal como el que esta presente en la semilla de linaza, el girasol, soya, poppy seed, nuez, y aceite de linaza. Dichos aceites deberia ser consumidos junto a alimentos con alto contenido proteinico como los derivados de la leche (como el queso cotija), de otra manera causarán mas mal que bien. Obvia mente no debe cocinar el aceite de linaza o por lo menos no comprarlo cocido.


Si quiere mejorar el sabor del aceite de linaza, se deberia usar canela o piña ya que estos tambien son alimentos que combatren el cáncer.


Ya que este tratamientro trata con paredes celulares seria bueno tomar MSM, un compuesto de sulfuro, para suplementar la sulfuración de las proteinas del trataminto de Budwig. Este MSM suavizara las celulas cancerosas para que absorban mas oxigeno del torrente sanguineo. Las uvas negras o color púrpura harán tambien esto y además son recomendadas en al deita de la doctora Budwig.

 






















































































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COL FERMENTADA

 COL FERMENTADA O CHOUCROUTE: maravillosa receta para todos los problemas digestivos

Las primeras referencias se remontan al 3000 a. C., cuando los obreros, que hicieron la muralla china, la consumían; su receta fue transmitida a Europa poco después, tras la invasión del pueblo chino. Actualmente los alemanes y algunos países del este del Europa la usan y consideran que su origen es divino.

Su conservación es durante largo tiempo y puede considerarse una buena fuente de la vitamina C. Es muy rico en minerales como el calcio, hierro, fósforo, magnesio, vitaminas A, tiamina, riboflavina

Es muy rica en ácido láctico, elemento muy importante para las bacterias del estómago e intestinos, éste actúa como un gran agente enzimático que favorece las digestiones, mejora la asimilación de los nutrientes (no olvidemos que, por ejemplo, algunas anemias pueden deberse a una mala flora intestinal), e impide desarreglos intestinales como el estreñimiento y la diarrea.

Evita intoxicaciones de todo tipo, activa la eliminación de ácido úrico, activa la formación de orina.

Aumenta la vitalidad.

Mantiene sanos el cabello, la piel y articulaciones.

Previene el cáncer y otras enfermedades degenerativas.

Muy bueno para activar el funcionamiento del páncreas y el hígado.

Impide el aumento de leucocitos en sangre tras ingerir carne (por eso lo usan los alemanes al comer salchichas) y además favorece la descomposición de las proteínas de la carne en aminoácidos (elementos más simples que son absorbidos).

Lo mejor es elaborarlo uno mismo, ya que el que venden lleva más química.

 

CÓMO HACERLA:

Trocear la col (repollo o lombarda) y echarla en un bote de cristal. Se le pueden añadir también trocitos de zanahoria, bayas de enebro, semillas de hinojo, se le pone agua mineral hasta cubrirla por completo, una cucharita de sal marina y un chorro de vinagre (si tenemos ácido láctico lo sustituiremos por el vinagre). Se tapa con una tapa, pero no hermético, porque al fermentar sale líquido (lo podemos usar ya para curarnos porque es ácido láctico) y podría estallar el envase, poner debajo un plato para esto y dejarlo en un sitio oscuro, ni muy frío ni muy caliente (a unos 22 grados centígrados). A los cinco-siete días ya lo podemos comer, sólo o mezclado con ensalada, no se debe cocinar o calentar porque destruiríamos sus propiedades enzimáticas. Guardarlo en el frigorífico hasta su total consumo.

EL PERDEDOR RADICAL: HANS M. ENZENSBERGER

A lo máximo que podemos llegar es a mantener contactos comerciales. No es poco. Nada hay más civilizatorio que el intercambio comercial. Es uno de los mejores legados del mundo islámico-arábigo al resto de civilizaciones. Trato comercial y distancia respetable.
La conclusión del texto es sencilla de retener: "Al islamismo no le interesa buscar soluciones al dilema del mundo árabe; se limita a la negación. Se trata de un movimiento apolítico en sentido estricto, puesto que no plantea ningún tipo de reclamaciones negociables". Además, el éxito del terrorismo islamista "no cambia para nada las verdaderas relaciones de poder". Mínimos son los efectos de sus atentados criminales a largo plazo sobre el sistema financiero y comercial del mundo. En último término, es sobre las sociedades árabes sobre las que recaen las consecuencias más fatales del terrorismo islamista.
Enzensberger quiere mostrarnos el perfil psicológico del terrorista entrando en su piel. No puede hacerlo de modo mejor que a través de la literatura. Por algo sigue ejerciendo de gran poeta. Y por eso inventa la figura del "perdedor radical", que por cierto no es islámica, sino occidental. En efecto, este "modelo" perverso de ser humano lo importa el islamismo de Occidente. Ni siquiera en eso es original. El perdedor radical vive una tensión interna entre el odio al otro, al triunfador, y el desprecio a uno mismo, al derrotado, que lo lleva la autodestrucción.
La comparación entre los procesos de autodestrucción nazi e islamista quizá sea el mejor acierto del libro. La comparación, sin duda alguna, es creativa, sugerente y, a veces, poética, pero está muy lejos de ser cierta. En mi opinión, hay otras explicaciones del terrorismo islamista, más acordes con las condiciones históricas, sociales y políticas del mundo actual, que hacen poco feliz la comparación.
Hans Magnus Enzensberger.En todo caso, estoy de acuerdo con Enzensberger cuando mantiene que el terrorismo islamista tiene un componente nihilista parecido al nazi. Pero ni el islamismo está "construido" al modo nazi ni los mecanismos que pudieran esgrimirse para combatir a uno valen para combatir al otro.
Aunque corto, flexible y, a veces, demasiado obvio, este librito es un diagnóstico más psicológico que social, más poético que filosófico, de la violencia irracional y sin objetivos del terrorismo islamista. He aquí 67 páginas de medicina civilizadora para curarnos de quienes nos infectan con el virus de que el terrorismo tiene algún tipo de justificación. Negociación, compromiso y normalidad ilustrada son los ingredientes de la medicina recetada.
Contra el crimen terrorista sólo cabe esgrimir los valores de la civilización occidental. Contra la violencia irracional sólo cabe la violencia legítima. La política, al fin, sería la salvación.
Es menester, pues, mostrar con vigor y sabiduría al perdedor radical, que alcanza su peor figura en la acción del criminal terrorista, las soluciones de conflicto o compromiso que puedan involucrarlo, ni siquiera integrarlo, en un tejido de intereses normales. Pero, con el escepticismo propio del poeta, nadie crea que conseguirá mucho. El terrorismo islamista es una lacra que tenemos que soportar en Occidente, pero los peor parados, repite varias veces el autor, serán los musulmanes:
El proyecto de los perdedores radicales consiste en organizar el suicidio de toda una civilización, como está sucediendo actualmente en Irak y Afganistán. No es probable que consigan eternizar y generalizar ilimitadamente su culto a la muerte.
La política, otra vez, parece ser la salida más genuina para desactivar la energía destructiva contenida en la vida perversa del perdedor radical. Enzensberger, sin embargo, coquetea demasiado con el cinismo estético para dar verosimilitud a su propuesta. ¿O acaso no es cínica la comparación entre los atentados islamistas y los accidentes de tráfico? Sí, sí, la comparación no es mía, sino del ensayista Enzensberger: "Los atentados constituyen un permanente riesgo de trasfondo, como la muerte cotidiana por accidente de tráfico en las carreteras, a la que nos hemos acostumbrado".
HANS MAGNUS ENZENSBERGER: EL PERDEDOR RADICAL. ENSAYO SOBRE LOS HOMBRES DEL TERROR. Anagrama (Barcelona), 2007, 72 páginas.

Sony Vaio AR41 con Santa Rosa?

Perlmutter también habló de la importancia que el alto rendimiento de los procesadores tiene para permitir a los usuarios un acceso móvil a Internet. Intel continúa ofreciendo procesadores de alto rendimiento basados en una innovadora tecnología de silicio que garantiza la eficiencia energética y la mayor duración de la batería que necesitan los usuarios móviles, incluyendo la próxima generación de Centrino, la tecnología de procesador "Santa Rosa".

La tecnología de procesador Santa Rosa, que se va a presentar en el mes de mayo, está compuesta por el innovador procesador Intel® Core™ 2 Duo, la familia de chipsets Mobile Intel® 965 Express, la conexión de red Intel Next-Gen Wireless-N, las conexiones para red Gigabit Intel® 82566MM y 82566MC, y una memoria opcional Intel® Turbo. Perlmutter demostró cómo la memoria Intel Turbo reduce el tiempo de reanudación de actividad de un ordenador portátil en hibernación, lo que permite mejorar la productividad y reducir el consumo de energía en el sistema.

En el primer semestre de 2008, Santa Rosa se va a actualizar con la incorporación del procesador móvil de doble núcleo de Intel, elaborado con tecnología Hi-k a 45 nm y con nombre de código "Penryn.". Perlmutter añadió que, en el año 2008, Intel va a ofrecer la tecnología de procesador "Montevina", junto con el procesador Penryn, para mejorar el rendimiento y el ahorro de energía en los equipos. Montevina contará con unos componentes que verán reducido su tamaño en un 40%, lo que la convierte en la tecnología ideal para la elaboración de ordenadores portátiles más pequeños. Asimismo incluirá la decodificación integrada en hardware para video en alta definición.


Por vez primera, Intel va a ofrecer su solución Wi-Fi/WiMAX integrada como una opción en los ordenadores portátiles basados en tecnología de procesador Montevina, para permitir a los usuarios conectarse a redes Wi-Fi y WiMAX en todo el mundo. La tecnología móvil WiMAX ofrece una velocidad multi-megabit, un mejor rendimiento y una mayor cobertura, si la compramos con otras tecnologías inalámbricas de banda ancha, algo que resulta esencial a medida que los usuarios desean acceder cada vez más a contenidos generados por los usuarios, a videos de alta definición, música, fotografías, y archivos con una gran cantidad de datos cuando se encuentran en desplazamiento.

La innovación y la integración redefinen la movilidad
Anand Chandrasekher, vicepresidente senior y director general del Grupo de Ultra Movilidad de Intel, describió la evolución de Internet móvil personal, destacando los cambios en los roadmaps de la compañía que van a crear unas enormes reducciones en el consumo de energía y nuevas y revolucionarias tecnologías para la elaboración de componentes. También dio a conocer varias compañías líderes en el sector que están colaborando con Intel para impulsar los segmentos de los dispositivos para Internet Móvil (MIDs) y de los PCs Ultramóviles (UMPC).


Chandrasekher presentó la plataforma Intel® Ultra Mobile 2007 (con nombre de código "McCaslin") para MIDs y UMPCs, con sistemas disponibles a partir de verano elaborados por Aigo*, Asus*, Fujitsu*, Haier*, HTC* y Samsung*. La plataforma Intel Ultra Mobile 2007 se basa en los procesadores de Intel A100 y A110, en el chipset Intel 945GU Express, y en el Hub de Controlador para I/O Intel ICH7U.


"En estos momentos, los usuarios están solicitando una experiencia con Internet móvil totalmente personal, y la plataforma Intel Ultra Mobile 2007 combina la flexibilidad de un PC con la movilidad de un dispositivo de bolsillo," ha afirmado Chandrasekher. "Pero no vamos a pararnos aquí. En el año 2008, Intel va a ofrecer una plataforma totalmente nueva basada en la microarquitectura de Intel con tecnología a 45 nm y ahorro de energía, creada desde su base para llevar la Internet Móvil personal al bolsillo de los usuarios."

Adelantándose medio año, Chandrasekher reveló que Intel va a lanzar su plataforma de nueva generación para MIDs y UMPCs – con nombre de código "Menlow" – en el primer semestre de 2008. Durante la demostración del primer prototipo del mundo que funciona con tecnología Menlow, Chandrasekher indicó que esta tecnología se basa en un nuevo procesador, con nombre de código "Silverthorne", fabricado en una nueva microarquitectura Hi-k a 45nm y con bajo consumo energético, así como en su nueva generación de chipsets con nombre de código "Poulsbo."

Chandrasekher anunció la formación de la Mobile Internet Device Innovation Alliance. Los miembros de esta alianza van a trabajar juntos para resolver los retos en ingeniería asociados con la incorporación completa de Internet en dispositivos cada vez más pequeños, como es el caso de los MIDs, incluyendo los relacionados con la gestión del consumo energético, las comunicaciones inalámbricas y la integración del software.

Liderazgo en Tecnología de transistores Puerta de Metal High-k a 45nm
Los procesadores de la próxima generación de Intel para los segmentos de dispositivos ultramóviles, ordenadores portátiles, equipos de sobremesa, estaciones de trabajo y servidores, se va a basar en la tecnología líder de elaboración de silicio de Intel a 45 nm, una tecnología que emplea sus innovadores transistores puerta de metal high-k.


Durante su presentación, Mark Bohr, Senior Fellow en Intel, afirmó que la compañía ya tiene versiones operativas de su procesador Silverthorne basado en la microarquitectura Hi-k a 45 nm y con gran ahorro de energía para MIDs y UMPCs. El procesador Silverthorne se une a las versiones operativas de sus familias de procesadores actuales Intel Core 2 Duo, Core 2 Quad e Intel Xeon, elaborados con tecnología Hi-k a 45 nm. Intel cuenta en estos momentos con más de 15 diseños de productos con tecnología Hi-k a 45 nm en varias etapas de desarrollo, y va a tener operativas dos fábricas para elaborar componentes a 45 nm a finales de año, para llegar a cuatro instalaciones del mismo tipo hacia el segundo semestre de 2008.

Las investigaciones permanentes de Intel han generado grandes avances en la tecnología de silicio, algo que, a su vez, ha permitido a la compañía cumplir con los beneficios en costes y rendimiento establecidos por la Ley de Moore. En el año 2003, Intel fue la primera compañía que utilizó tecnología de silicio tensado para acelerar en gran medida la velocidad de sus transistores en un proceso de elaboración a 90nm.

Intel ya está trabajando en la tecnología para elaboración a 32 nm, 22 nm, e incluso en tamaños inferiores. Bohr describió varias tecnologías que está investigando la compañía para la elaboración de componentes en el futuro, incluyendo los transistores tri-gate, los transistores de pozo cuántico Indium Antimonide (InSb) y las interconexiones de nanotubos de carbono.

Intel, el líder mundial en innovación de silicio, desarrolla tecnologías, productos e iniciativas para mejorar continuamente la forma de trabajo y de vida de las personas. Para más información, visite la dirección www.intel.es o www.intel.es/pressroom.

Tocqueville- Copyright © 2000-2007 José María Marco

El 2 de abril de 1831, a medianoche, el velero Le Havre dejaba el puerto francés del mismo nombre con destino a Nueva York. Además de los dieciocho marinos viajan a bordo ciento sesenta y tres pasajeros, con una vaca, un borrico y unas cuantas aves de corral. Entre los pasajeros hay treinta que han adquirido el derecho a ocupar una "cabina", un camarote particular como el del capitán. Son norteamericanos –una muchacha joven, un comerciante neoyorquino–, ingleses, una familia y un vendedor de vinos franceses, un caballero español y dos jóvenes, también franceses, de muy buena familia, Gustave de Beaumont y Alexis de Tocqueville, más exactamente Alexis-Charles-Henri Clérel de Tocqueville.
            El viaje transcurre sin más percances que el aburrimiento. Beaumont y Tocqueville aprovechan para practicar su inglés con miss Edwards. Algo más de un mes después, el 11 de mayo, el barco toca puerto en Nueva York. Los dos amigos se instalan en una pensión de una calle de moda, Broadway. Tocqueville apuntará más tarde con sorpresa que en la ciudad no hay edificios altos, ni torres ni campanarios. En una primera impresión escrita en su diario el 15 de mayo anota el orgullo nacional de los norteamericanos, la religiosidad de la gente y el evidente predominio de una clase media algo vulgar y poco cultivada, pero en la que nadie está mal educado. Se pregunta dónde está el gobierno, el Estado, la máquina administrativa que debería mantener toda esta sociedad en orden.
            Beaumont y Tocqueville han venido a Estados Unidos en viaje de estudios para redactar un informe sobre un asunto que preocupaba en la época, el sistema penitenciario. La verdad es que los dos tenían desde hace mucho tiempo un intenso deseo de visitar Norteamérica. Tocqueville quería ir a ver de cerca lo que es una gran república. El primer contacto resulta decepcionante y Tocqueville se burla un poco del joven país. Nueva York parece un suburbio, no una gran capital, y aunque las casas y los jardines de los alrededores están magníficamente cuidadas, la naturaleza, casi al alcance de la mano, es agreste y salvaje. Cuando lleguen a Filadelfia, se alojarán en la calle 3. "Esta gente", le escribe a su cuñada, "sólo sabe de números."
            Pero pronto Tocqueville se da cuenta de que está en presencia de algo extraordinario, un experimento de los que la humanidad ha vivido pocos a lo largo de su historia. Al principio le sorprende el contraste entre la naturaleza salvaje de Norteamérica, la inmensidad de ese mundo sin hollar por el hombre, y la sociedad que se ha establecido allí, surgida de un pueblo muy viejo, apegado a sus tradiciones, a su religión y a sus costumbres. Después comprende que la naturaleza en Norteamérica va a ser domada por la mano de esos mismos hombres que se han empeñado también en construir una sociedad donde ser libres. "En Estados Unidos", escribe, "no solamente la legislación trabaja para el pueblo, también la naturaleza es democrática". En las primeras páginas del libro que dedicará a ese mundo nuevo, manifestará sentir ante el avance imparable de la democracia una suerte de "terror religioso" como el que parece haber sentido ante la inmensidad de la naturaleza en el Nuevo Mundo.  
            Tocqueville pasó nueve meses y medio en Norteamérica y regresó a Francia para no volver a cruzar nunca el Atlántico. Pero antes de los treinta años había publicado La Democracia en América, un libro definitivo, como si hubiera sido escrito de un tirón tras una revelación, la misma que aún hoy en día le sigue produciendo al lector sin prejuicios. Tocqueville no se había vuelto norteamericano, ni mucho menos, pero se diría que su genio fue capaz de asimilar, en el breve tiempo que estuvo en América del Norte, la experiencia que está en la base de Estados Unidos: cruzar el Atlántico, dejar atrás al Viejo Mundo, con sus ataduras y sus resabios, y alcanzar una nueva naturaleza, la de hombre libre.
***
Tocqueville había nacido en París en 1805. Era descendiente de un antiguo linaje de la nobleza normanda. Los Clérel de Tocqueville presumían de descender de un Guillaume Clarel que luchó en la batalla de Hastings en 1066, cuando Guillermo el Conquistador se hizo con Inglaterra. La familia, bien enraizada en sus dominios del Oeste de Francia, había prestado eminentes servicios a la Monarquía y al Estado. Bisabuelo materno de Alexis fue Malesherbes, el magistrado y consejero que volvió del exilio donde ya se encontraba para defender a su señor, Luis XVI, de los cargos de que lo acusaron los revolucionarios. Caería ejecutado en la guillotina con su hija, su yerno y sus dos nietos. El ejemplo de la generosa dignidad de Malesherbes –"defendió al rey Luis XVI frente al pueblo después de haber defendido al pueblo ante el rey Luis XVI"- sería recordado siempre por Tocqueville.
            La Revolución diezmó su familia como a tantas otras de la aristocracia francesa. La madre no se recuperó nunca de los siete meses que pasó en la cárcel de Port-Royal esperando una ejecución segura, como la que segó la vida de su padre, su hermana mayor y su cuñado, hermano este último de René de Chateaubriand, el escritor. Tocqueville recordaría más tarde las reuniones familiares donde, una vez pasada la tormenta, se recordaba la dulzura de la vida y la lealtad a la moral de antes de la Revolución. Se acordaba en particular de una, en la que ninguno de los presentes pudo contener las lágrimas cuando la madre de Tocqueville entonó una canción que hablaba de un hombre muerto hacía quince años y al que casi ninguno de los presentes había visto. "Pero aquel hombre", dice Tocqueville, "había sido el rey." Más tarde, en el Norte de Estados Unidos, cerca de Canadá, le sobrecogió la nostalgia de su país cuando de pronto escuchó, en medio de la naturaleza salvaje, una vieja canción popular francesa. Según confesión propia, nunca, ni siquiera cuando más inmerso estuvo en la vida norteamericana, dejó de pensar en Francia.
            En sus Souvenirs, que le consagraron como uno de los grandes escritores franceses del siglo XIX, Tocqueville volvió a recordar el ambiente de sus primeros años: "Pasé los más bellos años de mi juventud en medio de una sociedad que parecía volver a ser próspera y grande; concebí en ella la idea de una libertad moderada, regular, contenida por las creencias, las costumbres y las leyes; me conmovió el encanto de esa libertad, que se ha convertido en la pasión de toda mi vida…"
Era tímido, como muchos otros miembros de su familia. Lo educó un sacerdote, el abate Lesueur, que no supo enseñarle ortografía pero le inculcó el sentido de la honradez y la rectitud. Acompañó a su padre a alguno de los destinos que tuvo este como prefecto en varias capitales de provincia francesa. A los dieciséis años, a consecuencia de sus lecturas poco ordenadas y su educación autodidacta, sufrió una crisis religiosa. No parece haber recuperado la fe, pero le quedó el respeto por la experiencia, la práctica y las instituciones religiosas que le permitiría comprender la naturalidad con la religión sirve en Norteamérica de fundamento a la libertad.
            Cuando le llegó la hora de elegir carrera se inclinó, no sin discusiones en la familia, por las letras, es decir por la judicatura. Fue ejerciendo de juez en Versalles donde le cogieron las jornadas revolucionarias, las Tres Gloriosas de julio de 1830 que expulsaron del trono de Francia a Carlos X y pusieron en su lugar a Luis Felipe de Borbón. Era el hijo del apodado Philippe Égalité, el príncipe que había votó la ejecución de su hermano el rey antes de ser guillotinado él mismo. Tocqueville, en Versalles, vestido con su uniforme de miliciano de la Guardia Nacional, vio pasar con tristeza a la comitiva camino al exilio.
            Para su familia, el final de la Restauración significaba que la Revolución volvía por sus fueros. El joven magistrado, en buena lógica, debía haber renunciado a su cargo. No lo hizo. Prestó juramento al nuevo rey, el rey burgués, llamado el rey ciudadano o también, con más sarcasmo, "el rey pera" (le roi poire), por la fruta que se utilizó para caricaturizarlo, de formas suavemente redondeadas, sin la menor arista y aún menos dignidad. No dejaron de reprochárselo y el viaje a Norteamérica fue en parte una forma de dejar atrás aquellas contradicciones.
***
La estancia en Estados Unidos empieza con siete semanas en Nueva York. Pronto son bien acogidos por la mejor sociedad de la ciudad, que les invita a toda clase de banquetes donde, según apunta Tocqueville, siempre se come demasiado. Parece que los norteamericanos no hacen más que comer y comer sin tregua. Nadie habla francés, además, por lo que tienen que practicar el inglés a la fuerza. Poco refinados, sin ambiciones intelectuales, groseros y movidos sólo por el afán de lucro… En estos primeros momentos Tocqueville repite, como parece natural, bastantes de los tópicos en curso sobre la nueva nación.
            La república norteamericana era objeto de debates apasionados en aquellos momentos en los que en Europa toman cuerpo los regímenes liberales. De buenas a primeras, cuando en los países europeos estaba balbuceando la libertad política tras el tajo de la Revolución y la tempestad de las guerras napoleónicas, Estados Unidos ya la ha instaurado y además la ha asentado en la democracia, en el gobierno del pueblo, en la igualdad de las condiciones.
            Al principio Tocqueville parece dejarse llevar por los prejuicios europeos, a los que le inclina su linaje aristocrático. Un pueblo de tenderos y comerciantes, como parece ser el norteamericano, no podrá sostener un régimen liberal y democrático. Le falta la virtud necesaria para una empresa tan ambiciosa, el cultivo sistemático de la moral que la libertad y la república requieren. Y sin embargo, el muy aristócrata Tocqueville, tan apegado a su clase y a su familia, comprende casi de inmediato la seriedad del experimento y deja atrás sus prejuicios acerca del resultado.
            La hospitalidad norteamericana es uno de los motivos del cambio. Tocqueville, como tantos otros antes y después, se queda asombrado con la amabilidad, la simpatía, la generosidad de los norteamericanos. ¿Qué tiene esta gente que le lleva a confiar así en los demás, a no tener miedo de los desconocidos? ¿Y cómo se las han arreglado los norteamericanos para crear una sociedad "cien veces más feliz que las europeas"?
            Otra posible causa del cambio es el propio estudio que les ha llevado hasta allí. De los nueve meses y medio que Tocqueville y Beaumont pasaron en Estados Unidos, dos estuvieron dedicados al sistema penitenciario, siguiendo el encargo que les había llevado hasta allí. Garry Willis, basándose en el clásico de Pierson Tocqueville and Beaumont in America, ha aducido este dato para afirmar que Tocqueville no tuvo tiempo de conocer la realidad norteamericana, por lo que buena parte de su libro está basado en especulaciones. Royer-Collard, amigo y maestro del propio Tocqueville, se lo reprochó a propósito de la segunda parte de la Democracia en América: "Se ha propuesto usted", le dijo, "imaginar, inventar, más que describir". En realidad, cabe preguntarse si el minucioso trabajo sobre las cárceles norteamericanas, que dio lugar a un informe bien acogido en toda Europa cuando se publicó, no contribuyó a la admiración de su autor hacia un país que sabía organizar la libertad y conocía su coste.
            A lo largo de su investigación sobre la sociedad norteamericana, Tocqueville apenas se interesó por la economía, la producción o los avances tecnológicos que estaban haciendo posible la nueva sociedad. Considerado sociólogo, contemporáneo de Comte y de Marx, Tocqueville está absorbido por la musa política que invocaba Montesquieu, si es que, como añade Luis Díez del Corral, existiera tal cosa. Movido por ella, siguió un método riguroso de entrevistas, cuestionarios preparados, apuntes en cuadernos clasificados por temas y orden alfabético. Luego, para la redacción del libro, contrató los servicios de dos documentalistas. Tocqueville se ciñó a un sistema exigente con un escrupuloso contraste de los datos suministrados por la observación.
            De poco habría servido esto si en Tocqueville hubieran predominado los prejuicios de clase. Ahora bien, no fue así, y el mismo Tocqueville que vio pasar con tristeza el cortejo de Carlos X se adhirió muy pronto a la democracia norteamericana. En el fondo, los prejuicios jugaron a favor de Estados Unidos. Tocqueville pertenece a un grupo de jóvenes aristócratas franceses obsesionados por la libertad: Beaumont, su primo Louis de Kergorlay y, aunque mayor que estos, Benjamin Constant, al que Tocqueville nunca apreció mucho. Para ellos, la aristocracia había sido la encarnación misma de la libertad, al modo en que Ortega, lector tardío -me parece- de Tocqueville, se entusiasmaría un siglo más tarde describiendo los castillos que pueblan el paisaje español como si fueran los baluartes de la libertad individual. Aquellos jóvenes franceses sabían bien de lo que estaban hablando. Sus familias, cuando no ellos mismos, habían padecido las consecuencias de la tiranía ejercida en nombre de la libertad durante el totalitarismo de la Convención y el Imperio de Bonaparte.
Los países europeos estaban en una encrucijada de difícil solución: conciliar la libertad –la autonomía, la independencia, la capacidad de los individuos para cumplir su vocación moral- con la tendencia irremediable a la igualdad de las condiciones y el surgimiento, por ley de la historia, de una sociedad y un Estado democráticos. ¿Cómo conciliar igualdad con libertad? ¿Cómo evitar el despotismo de las mayorías? Unas cuantas semanas le bastaron a Tocqueville para comprender que los norteamericanos habían resuelto un problema en apariencia insoluble.
            André Jardin, el gran biógrafo de Tocqueville, pone fecha a la revelación. Fue clave el 4 de julio de 1831, cuando asiste en Albany, capital del Estado de Nueva York, a la conmemoración del aniversario de la declaración de Independencia. Ahí encontró algo "profundamente sentido y de verdad grande". De pronto las múltiples observaciones cobran sentido. La mediocridad del pueblo de comerciantes, el obsesivo afán de lucro, la ausencia de Gobierno, el dinamismo de los individuos y la felicidad de la sociedad cuajan en un concepto que será el eje central de su futuro estudio. La igualdad y la libertad en Norteamérica no son aquellas de las que hablan los revolucionarios franceses, los jacobinos. La igualdad lo es ante la ley, y la libertad, además de la participación en el gobierno de la república, lo es también la de emprender cada uno su propio proyecto de felicidad, lo que requiere una amplia zona de independencia del Gobierno y la posibilidad de cambiar, rectificar, volver a empezar. Tocqueville no habló del capitalismo, pero supo expresar mejor que muchos de sus defensores la ética y la actitud vital que lo sostiene.
            Tocqueville y Beaumont no se limitaron a visitar algunas de las grandes ciudades de lo que entonces era Estados Unidos, como Boston y Filadelfia, donde fueron acogidos y festejados por una sociedad halagada y curiosa ante aquellos dos franceses -y aristócratas, por si fuera poco-, tan interesados por el experimento democrático. También quisieron conocer la naturaleza de Estados Unidos, siguiendo los pasos de Chateaubriand. Hacen una excursión por la región de los grandes lagos y durante unos días se internan en los grandes bosques del Norte, sólo poblados por pioneros y algunos comerciantes. Tocqueville se interesa por el destino trágico de los indios, de los que se compadece, aunque sin hacerse ilusiones de orden mitológico sobre los buenos salvajes. Sabe que los están expoliando. Pero la suerte está echada, como la majestuosa naturaleza virgen que se despliega ante ellos se convertirá dentro de unos años en pueblos y ciudades. Los parajes que visitaron Tocqueville y Beaumont son hoy en día los alrededores de Detroit.
            Después de la estancia en el norte y la costa Oeste, los viajeros se dirigen al interior, desde donde se embarcarán para cruzar todo el país hasta el Sur, primero por el río Ohio, y luego por el Mississippi. Experimentan así de primera mano la dureza del invierno norteamericano, la pujanza de una sociedad empeñada en seguir haciendo retroceder sus fronteras, y la democracia de verdad, sin afeites de ninguna clase. Durante la travesía por el Mississippi, Tocqueville tiene la ocasión de conocer a un auténtico héroe norteamericano, Sam Houston.
            Houston parece ser la personificación del tipo estadounidense que tan bien describirá, en movimiento perpetuo, impulsado por una energía en apariencia inagotable. También le desconcierta, porque Houston ha sido gobernador de uno de los Estado de la Unión, algo así como lo que su padre, Hervé de Tocqueville fue en Francia. El sistema francés reserva estos cargos a las elites, los aristócratas de cuna o los la administración. Pero así como en la costa Este Tocqueville había descubierto una aristocracia empresarial, puramente comercial e industrial, ahora descubre otra, nacida directamente de la voluntad de un pueblo que elige a los suyos para representarlo, sin que por ello padezcan ni las instituciones ni la libertad. La democracia, comprende Tocqueville, necesita a estos personajes como necesita una prensa libre de verdad: sin las subvenciones propias de la europea, ruidosa, insultante, demagógica. En Francia, los panfletos partidistas llamaban a la revolución y Sam Houston habría sido jacobino.
            Es el encuentro de dos mundos que parecían destinados a no entenderse jamás. Sam Houston, tan bronco, tan primitivo, de vida tan desordenada según los cánones morales de Tocqueville, tendrá una carrera política extraordinaria, desgarrada en sus últimos momentos entre su lealtad a Texas, su patria adoptiva, y su lealtad a la Unión, la nación de la que no podía renegar. Tendrá que enfrentarse a dilemas trágicos, que parecen salidos directamente de la pluma de Plutarco, uno de los clásicos más frecuentados por Tocqueville. La tosquedad de la democracia norteamericana no excluía la grandeza ni el culto a la virtud. Al contrario.
            Tras una estancia en Nueva Orleáns, que Tocqueville y Beaumont están empeñados en conocer por sus orígenes franceses, vuelven al norte por Washington. En la capital federal tienen la ocasión de saludar al presidente Andrew Jackson. No les impresiona ni la primera ni el segundo. Bien es verdad que Jackson es otro de esos representantes de la democracia norteamericana, a lo Sam Houston, contra los que Tocqueville venía bien avisado. Ya le habían aleccionado algunos aristócratas de Boston, en particular John Quincy Adams, antiguo presidente de los Estados Unidos, hijo él mismo de presidente y abuelo de Henry Adams, que en una novela titulada Democracy trazaría años más tarde un retrato despiadado de la corrupción reinante en la capital de la democracia bajo la presidencia de Grant, otro populista como Jackson. Los dos amigos vuelven luego a Nueva York y de ahí se embarcan para el Viejo Mundo.
***
A su vuelta a Francia, Tocqueville se dedica a su vida privada. Viaja varias veces a Gran Bretaña y se casa, en octubre de 1835, con Mary Mottley, una mujer inglesa de origen burgués, que la familia Tocqueville tenía en poco aprecio. Alexis, que no había dejado de observar que las jóvenes herederas norteamericanas se casaban con quien querían, y no quien deseaban sus padres, hace lo propio. Tocqueville no le fue siempre fiel, al contrario. Ya por entonces tenía un largo historial de amoríos y relaciones. Según cuenta Jean Luis Benoît en su reciente biografía, a los dieciséis años había dejado embarazada a una chica empleada en la prefectura de Metz, donde su padre ocupaba el cargo más alto. Tuvo un duelo de honor a los dieciocho, cuando estaba viviendo un gran amor con otra chica, Rosalie Malye.
            Cuando se casó con Mary Mottley, eran amantes desde hacía siete años. No tuvieron hijos. Mary era una mujer fuerte y estable, con lo que sobrellevó las veleidades de su marido, más débil y quebradizo. La herencia familiar les permitirá llevar una vida confortable. Mary Mottley, además de imponer el inglés en casa, inculcará a su marido el gusto muy británico y muy norteamericano por el campo. Cuando el éxito editorial le permita a su mujer trasformar las ideas de Tocqueville en flores y prados, como dice él mismo, el matrimonio pasará mucho tiempo en el château que habían heredado en Normandía.
Para entonces Tocqueville se habrá convertido ya en un autor de primera fila, consagrado por el éxito fulminante de La democracia en América. Tocqueville lo escribió encerrado en una buhardilla de la casa paterna en París. Además del trabajo de documentación y del esfuerzo por articular todas las lecturas, las conversaciones y las impresiones en una descripción analítica que partiera de lo que llamaba una única idea madre, Tocqueville se empeñó en un esfuerzo estilístico agotador. No fue un hombre de muchas lecturas. Toda su vida se concentró en unos cuantos clásicos a los que volvía con asiduidad, parece incluso que a diario: Rousseau, por su reflexión sobre la democracia y la flexibilidad de su escritura; Montesquieu, aristócrata y liberal antes de tiempo, de estilo más ameno que el suyo, y sobre todo Pascal, al que cita con frecuencia, a veces, tal vez, sin siquiera quererlo.  
            De Pascal, Tocqueville hereda la complejidad conceptual, la extrema concentración, el salto que traslada instantáneamente la observación precisa a la máxima abstracción moral. Fue un español, Luis Díez del Corral, quien insistió en el jansenismo de Tocqueville. (Otro español, Eduardo Nolla, es el responsable de la gran edición crítica de La democracia en América publicada en París en 1990.) Tal vez no sea una simple casualidad. Aunque Tocqueville se extravió a veces por las florestas preciosistas de la prosa romántica a lo Chateaubriand –y más precisamente del Chateaubriand que lo había precedido en la descripción del paisaje norteamericano-, cultivó sobre todo un francés seco, puntilloso, reservado como él mismo, un poco antipático. Un francés de raigambre clásica, aristocrática y también española, de cuando la cultura y el arte español fueron un modelo para todo el mundo: en tiempos de Pascal, justamente.
            En ese francés casi arcaizante pudieron leer sus contemporáneos una obra visionaria, que les ofrecía de golpe, en un solo gesto, la clave para comprender el mundo nuevo que se estaba levantando del otro lado del Atlántico. La obra situó a Tocqueville entre los seguidores de los llamados "liberales doctrinarios", un grupo muy reducido –cabían en un canapé, dijo uno de ellos- pero muy influyente de pensadores y políticos, entre ellos Royer-Collard y Guizot, que creyeron en la posibilidad de compatibilizar libertad e igualdad gracias a una sociedad en la que predominaría la clase media y a un sistema político sofisticado de equilibrios y contrapoderes en cuyo centro estaba la monarquía constitucional. Como los liberales doctrinarios, Tocqueville, de principios morales tan sólidos, carecía del dogmatismo de los ideólogos. No hay en su pensamiento ni rastro de rigidez, y sí en cambio una movilidad perpetua, nerviosa, que requiere del lector estar siempre alerta para no perder el matiz preciso, el sesgo nuevo que ilumina el objeto de reflexión con una perspectiva perpetuamente variable.
La celebridad alcanzada a los treinta años abrió a su autor las puertas de los salones parisinos más exclusivos, como el de Madame de Récamier, ejerciendo Chateaubriand de padrino. Lo mismo le ocurrió en Londres, donde consiguió la amistad de John Stuart Mill, con el que intercambió una larga correspondencia. También se le abrió la carrera política parlamentaria en la que se embarcó pronto, a pesar de las recomendaciones de algunos amigos más veteranos. Era natural. La primera Democracia es, además de una descripción, un llamamiento a la acción y una propuesta para los problemas políticos de la Francia contemporánea.
            Como político, Tocqueville no iba a conocer un éxito tan rotundo. Eso sí, desde 1839 ganó todas las elecciones en su distrito de Valognes, también en Normandía. Habiendo perdido una primera batalla electoral, siempre supo luego ganarse el respaldo de sus electores por su prestigio de hombre de letras y su buen trabajo en favor de la circunscripción. Pero en la asamblea de diputados de la monarquía burguesa de Luis Felipe, Tocqueville fue siempre una figura un poco aparte y algo contradictoria. Sin grandes dotes de orador, aunque apreciado por la pulcritud de sus informes y sus discursos, parecía un aristócrata un poco anticuado en un ambiente de clase media que no apreciaba demasiado, sobre todo por haberse acostumbrado a "vivir casi tanto del Tesoro público como de su propia industria". Por otra parte, y en contraste con esa actitud algo soberbia, su fervor democrático le llevaba a situarse a la izquierda. En términos puramente políticos, como apuntó Royer-Collard, Tocqueville parecía jugar a dos y a veces a tres barajas. Sus reticencias y sus escrúpulos acabaron siendo interpretados como las maniobras de un oportunista.
            Poco antes de la revolución de 1848 avisó a la Cámara, con un discurso de tono profético, de lo que estaba a punto de ocurrir. Aunque despreciaba los movimientos de masas, Tocqueville no volvió a sentir por la caída del rey Luis Felipe la tristeza que le hizo llorar cuando vio salir a Carlos X. En cuanto se proclamó la República, empezó a trabajar para evitar la deriva socialista del nuevo régimen, lo que le llevó a posiciones moderadas y burguesas, como no podía ser menos. Comprendió, como Marx, que la división política se convertiría a partir de ahí en una ruptura social entre los propietarios y los que no poseen nada. Pero a diferencia de Marx, Tocqueville sabía que al otro lado del Atlántico la democracia norteamericana también había salvado este abismo por el que se iban a despeñar la política y la sociedad europeas durante siglo y medio.
            En ese momento culminó su carrera política, siendo nombrado ministro de Asuntos Exteriores. Su gestión no estuvo a la altura de su trayectoria intelectual. Aspiró a solucionar la crisis de los Estados pontificios instaurando un régimen constitucional que hubiera reconciliado a la Iglesia con las libertades. No lo consiguió, y el golpe de Estado del 2 de diciembre de 1851, el famoso 18 de brumario de Luis Bonaparte, lo expulsó para siempre de la acción política.
***
En 1840 había publicado la segunda parte de La democracia en América, lo que se llama la segunda Democracia. La primera, como sabemos, fue un éxito mundial. En español conoció más ediciones que en ninguna otra lengua, excepto en inglés. Hasta seis traducciones hubo al español en el siglo XIX, dos publicadas en Paris, dos en Madrid y otras dos en Hispanoamérica. Los españoles y los latinoamericanos estaban interesados por el asunto. Una vez más, se comprueba que nunca dieron la espalda a las novedades importantes de la cultura occidental.
            La segunda Democracia no obtuvo el mismo éxito. Lo que iba a ser una continuación se convirtió en una reflexión más abstracta, más moralista y más pesimista también, acerca de los peligros de la democracia: la falta de grandeza y de virtud, la mediocridad, en el fondo la corrupción general propiciada por una desmovilización del espíritu público, fruto de la inhibición egoísta a que empuja la sola ambición del beneficio personal. La democracia, advertía Tocqueville, se convertía con facilidad en una abominación absolutista si caía en manos de un Estado sin escrúpulos: "un poder inmenso y tutelar, absoluto, regular, previsor y suave".
            El equilibrio entre razón y creencia religiosa, entre libertad individual y orden colectivo que tan bien describía la primera Democracia se había empezado a desmoronar. Las sociedades democráticas como Estados Unidos no ofrecían ya la solución que una vez pareció posible para el problema de las sociedades aristocráticas, como Francia o, en general, las europeas.
            Una vez establecido el diagnóstico, vendrá el estudio de las causas de este fracaso. Ese será el tema de la última obra de Tocqueville, El antiguo régimen y la Revolución, publicado en 1856, pocos meses antes que las Flores del mal y tres años antes de la muerte del autor, ocurrida en 1859.
El antiguo régimen y la Revolución hizo de Tocqueville el primer revisionista de la historia. La Revolución francesa había sido considerada hasta ahí, por unanimidad, como un corte histórico, un momento de crisis que cerraba la era de la monarquía absoluta y abría, aunque fuera accidentadamente, el reinado moderno de la libertad y la democracia. Tocqueville dio la vuelta a esta interpretación. Para él, la Revolución francesa continúa la tendencia a la centralización del poder político iniciada mucho antes, bajo la monarquía absoluta. La Revolución francesa acaba el trabajo de demolición de los cuerpos intermedios, la aristocracia, las asociaciones voluntarias, la iglesia. Para terminar, acaba también con la institución que había sido hasta ahí su promotora, la Monarquía. Lo que parecía una explosión de vitalidad que encaminaba a la humanidad hacia nuevos espacios de libertad era en realidad la perpetuación de un movimiento mucho más antiguo, que derivaba, gracias a una centralización cada vez más perfecta, hacia formas de despotismo desconocidas hasta entonces.
A partir de ahí los europeos vivirán como alquilados, gente que ha dejado la responsabilidad de su vida en manos del Gobierno. Los norteamericanos, en cambio, se le aparecen como propietarios, siempre pendientes de conservar y mejorar lo que es suyo y a lo que no están dispuestos a renunciar de ninguna manera. La verdadera aristocracia, el gran tema de Tocqueville según el historiador François Furet, se había mudado al otro lado del Atlántico.
            Tocqueville no ahorra las críticas a su propia clase. Al contrario de lo ocurrido en Inglaterra, la aristocracia francesa no había sabido abrirse a la burguesía, a la nueva aristocracia de las finanzas, el comercio o la agricultura. De ahí la diferencia entre la Revolución inglesa y la francesa, un siglo después. Los norteamericanos, por su parte, habiendo nacido libres, han sido capaces de preservar todos los cuerpos intermedios sin los cuales la libertad no puede subsistir. En cambio, los países europeos, en particular Francia, se encontraban sumidos en una pulsión revolucionaria interminable que se inició el año 1789 y continuaba siempre, como si tuviera vida propia. A falta de religión, de tradiciones de autonomía, de asociaciones voluntarias, no había forma de fundar establemente un régimen que preservara al mismo tiempo la igualdad y la libertad. Ese y no el norteamericano o el inglés, ha sido desde entonces el modelo de revolución que se propagó en Europa. Y es ese modelo el que ha impedido desde entonces, una y otra vez, la libertad.
        Aquello a lo que en Estados Unidos se había llegado espontáneamente, de una sola vez, resultaba algo imposible para los que se habían quedado en los países europeos. Tocqueville, que tan bien había comprendido lo que en el fondo era la realización de un sueño europeo, trató en su última obra de explicar por qué los propios europeos no lo podían cumplir: por qué no lograban ser naturalmente libres, como se es cuando se cruza el Atlántico, como Tocqueville había hecho de joven, habiendo entonces conocido, aunque fuera por unos pocos meses, el dulce sabor de la libertad.

Agradezco a Luis Arranz, Darío Roldán y a Rogelio Rubio su ayuda para la redacción de este retrato.
Publicado en La Ilustración Liberal, nº 26, Invierno 2005-2006

Aron by Marco

Raymond Aron escribió de casi todo, también lo hizo sobre la Guerra Civil española. No le gustaban los sublevados contra lo que había quedado de la Segunda República después de la intentona revolucionaria del 34, aunque su apoyo se fue entibiando a medida que los comunistas se adueñaban de los despojos. Ahora bien, tampoco quería que su país se comprometiera en la guerra española. Aron apoyaba con bastantes reparos al Gobierno del Frente Popular. Recelaba que una intervención derrumbara el frágil sistema político francés en el preciso momento en que se reforzaba en Alemania el totalitarismo nacional socialista.

El análisis y la posición son típicos de Raymond Aron. Aron no analiza una situación en función de un criterio ideológico, sino de los datos que la propia situación le suministra. Políticamente, la realidad no se define según la razón o los deseos de las personas de buena voluntad. La realidad política la deciden las relaciones de fuerza. La posición de Aron viene determinada por estas relaciones, no por la preferencia ideológica o sentimental del analista.

¿Maquiavelismo puro? Sí, por el realismo del análisis, y no, porque Aron no pierde nunca de vista dos principios fundamentales. El primero es el patriotismo. Los intereses de Francia condicionan decisivamente la posición preconizada por Aron, más allá de sus simpatías. Éstas, por otro lado, evolucionan según la posición que en el tablero tiene el totalitarismo, llámese nacional socialista o comunista. En el caso de la Guerra Civil española, acaba predominando su recelo ante la principal amenaza que según Aron pesaba sobre Francia: Hitler y su decidida voluntad de poder sobre Europa. Aron intentó que su país ahorrara fuerzas para el enfrentamiento decisivo. La verdad es que no sirvió para mucho.

Raymond Aron había nacido en 1905 en el seno de una familia alsaciana de larga prosapia. Un antecesor suyo había prestado cuidados médicos a Luis XIV, y a él lo educaron en el respeto al Estado, a los valores republicanos, a los derechos de los ciudadanos puestos en primer plano con el caso Dreyfus, resuelto por entonces. Su familia era judía, aunque los Aron, ejemplo de judíos integrados en la Tercera República, no dieron ninguna educación religiosa a Raymond y a sus otros dos hermanos, mayores que él. Aron descubrió su lealtad judía tras conocer el Holocausto, cuando supo que era un superviviente, y en 1967, cuando el pequeño Estado democrático de Israel salió victorioso del intento de invasión de las dictaduras vecinas.

Su padre fomentó su evidente vocación intelectual, y a los 19 años Aron ingresó en la Escuela Normal Superior, donde se forjaba la elite intelectual francesa. Entre los miembros de su promoción están dos escritores comprometidos con el marxismo, Sartre y Paul Nizan, este último desencantado del comunismo y anatemizado por los rojos; Georges Canghilhem, filósofo, y Daniel Lagache, que introdujo el psicoanálisis en la Sorbona. El siglo XX ya había empezado, con la Primera Guerra Mundial, y está claro que las elites que formaba la Normale Sup no eran lo que habían sido hasta ahí.

Aron, que llegó a ser un excelente jugador de tenis, como Luis Díez del Corral, sacó el primer puesto en el concurso de 1928 de agregados de Filosofía, pero no salió satisfecho de su paso por la Escuela Normal. Paradójicamente, quien más apto parecía para el servicio público tuvo siempre la sensación de haber perdido el tiempo. Una vez hecho el servicio militar, y siguiendo la tradicional fascinación de buena parte de la intelectualidad francesa por la cultura germánica, decidió ampliar estudios en Alemania. Allí, en la Universidad de Berlín, se forjarían al mismo tiempo sus raíces intelectuales, con la lectura de Max Weber y Husserl, y sus convicciones políticas.

Aron era un joven de izquierdas, como correspondía a la época, pero de izquierda templada, como le iba a su carácter. Fue testigo de las quemas de libros perpetradas por los nacional socialistas, y comprendió al instante lo que aquello quería decir. A su regreso a Francia publicó un estudio académico sobre la sociología alemana y se esforzó por dar a conocer a sus compatriotas el alcance de la subida al poder de Hitler. Para el joven Aron, que seguía admirando la cultura alemana, no había la menor duda de la naturaleza despótica y expansionista del régimen nacional socialista.

Su tesis doctoral de 1937 –Introducción a la filosofía de la historia– lleva un epígrafe bien claro: Ensayo sobre los límites de la objetividad científica. Aron no se hace ilusiones sobre el sentido de la realidad histórica. A su conocimiento, como al de la realidad vivida, aplicará a partir de ahí un método hecho de escepticismo, distanciamiento y rigor formal. Prima la desconfianza hacia cualquier voluntarismo, hacia todo exceso de entusiasmo. El idealismo y las buenas intenciones no mejoran las cosas, al revés: primero, porque suelen desembocar en el peor de los escenarios, el totalitarismo, y, sobre eso, porque, como escribirá más tarde, “en política hay que ganar, o abstenerse”.

Como Ortega unos años antes, Aron vuelve de Alemania descreído, al borde mismo del relativismo. Su liberalismo es en primer lugar una cuestión de carácter, de método, de lo que Marañón llamó una vez, mucho antes del desprestigio del término, “talante”. También como Ortega, ese liberalismo le lleva a una actitud de espectador, necesitado de tomar distancia con la realidad que le ha tocado vivir. Y, como en Ortega, esa actitud de espectador no es incompatible con la voluntad de aclarar la realidad para él y para sus contemporáneos. A partir de esos años Aron empezará a colaborar en publicaciones periódicas como Combat y Les Temps Modernes. Más adelante hará de sus columnas y sus editoriales en Le Figaro uno de los puntos de referencia de la opinión pública francesa en política interior e internacional.

A diferencia de Ortega, sin embargo, el descreimiento no le lleva a confundirse de enemigo. Desde su paso por Berlín, Aron tendrá bien claro que el tema de su tiempo, por seguir con la referencia orteguiana, es el fenómeno totalitario, o lo que es lo mismo, la supervivencia de las democracias liberales. Y aunque, como Ortega, Aron se vuelca en el periodismo y en el análisis de la actualidad a partir de una reflexión filosófica personal, el compromiso con la actualidad tiene siempre en cuenta las consecuencias de la acción y la responsabilidad específica de quien tiene que tomar las decisiones. Aron no olvidará nunca que no supo qué responder a la pregunta que le formuló un político después de que el joven normalien, de vuelta de Alemania, le expusiera con lucidez y elocuencia el peligro de la Alemania nazi: “Muy bien, y ahora dígame, de ser el ministro, ¿qué haría usted?”

Aron, a diferencia de Ortega, y también de Sartre, su compañero y amigo de juventud, también asume la responsabilidad de sus opiniones, y cuando rectifique, como ocurre cuando se aproxima a De Gaulle después de la guerra, se sentirá obligado a explicar el por qué de su nueva posición. Teniendo como tiene todos los rasgos del intelectual –vanidoso y a veces arrogante, ansioso por ser tenido en cuenta, muy apegado a lo que considera la verdad, obra suya en el fondo–, está bastante próximo del auténtico hombre de acción. Después de enfadarse con Sartre por la mala fe de éste al enfrentarse al totalitarismo, Aron se hace amigo de Malraux, que le fascina por su empaque teatral. Con él llegará a ocupar el único puesto político que ejercerá nunca. Es un puesto de muy segundo orden, que consiste en repartir el papel a los periódicos que vuelven a publicarse tras la contienda.

Aron se peleó con todos los jefes de Estado de su tiempo, salvo con Giscard, de quien, a pesar de eso, se fue alejando cada vez más. Nunca sabremos si hubiera rechazado un ministerio en el caso de que se lo hubieran ofrecido, y menos aún si llegó a desearlo. Su distancia con De Gaulle, en Londres durante la Segunda Guerra Mundial, le impide también ocupar el puesto de consejero del príncipe, que parecía tan adecuado para un hombre analítico, distanciado y apasionado por la acción como él. Lo más lejos que llegará en esta vía, dirá luego el sociólogo Henri Mendras, es a consejero del consejero del príncipe, tras haber tenido por discípulo a Kissinger durante unos cursos que impartió en Estados Unidos.

La voluntad de independencia había quedado clara con su posición antipacifista ante el nacional socialismo alemán. Teniendo fresco el recuerdo de la carnicería de la Gran Guerra, casi toda Europa, y en particular la opinión pública y la clase política francesas, se refugiaba en la política de apaciguamiento. Aron se mostró beligerante desde el primer momento. También era común entonces preconizar el descrédito de la democracia parlamentaria y de la libertad política y económica, como si fueran reliquias de otros tiempos. En contraste, Aron hará de su defensa la gran tarea de su vida.

Hoy en día, cuando muchas de las ideas de Aron sobre el socialismo, la economía de mercado y la democracia han pasado a ser moneda corriente, esta elección resulta consistente con la actitud cauta e incluso desconfiada que traducen sus reflexiones. Pero hacía falta un temperamento de hierro y una voluntad a toda prueba para no seguir la misma senda emprendida por casi toda la inteligencia europea tras la crisis del liberalismo.

En una nueva muestra de prudencia, Aron, tras el colapso de la Tercera República y la ocupación de Francia por el ejército alemán, se negó a condenar el régimen de Pétain. Eso no le impidió negarse a colaborar, salir para Gran Bretaña, instalarse en Londres y ponerse a trabajar con las Fuerzas Francesas Libres. De su independencia personal da buena muestra la distancia que mantuvo con De Gaulle –quien dijo de él más adelante, con razón, que nunca fue gaullista–, y también con los economistas austriacos exiliados, en particular con Hayek, a quien tuvo ocasión de tratar.

En el fondo, Aron da muestras de la misma desconfianza ante el primero y ante los segundos. A De Gaulle –aunque Aron siempre reconoció el papel esencial de los grandes hombres en la historia– le reprocha su personalismo, su proclividad a una forma de caudillismo. A Hayek y a los economistas liberales austriacos les critica su utopismo, la voluntad de explicar y construir una sociedad confiando casi exclusivamente en la capacidad del ser humano para adoptar decisiones racionales. Desde esta perspectiva, Aron está lejos de una posición estrictamente liberal o libertaria. Concede una gran importancia al Estado; nunca precisó con claridad los límites de su acción y siempre pensó que una democracia moderna, como la Francia de la Quinta República, puede sobrellevar, e incluso requerir, altas dosis de terapia socialdemócrata.

Aron es un liberal a la francesa, de la estirpe de los doctrinarios templados y reformistas de tiempos de la Monarquía de Luis Felipe. Lo es más precisamente al modo de Tocqueville, a quien contribuyó decisivamente a rescatar de la marginación en que lo mantuvo el republicanismo y a quien situó otra vez entre los grandes pensadores políticos franceses. Como para Tocqueville, también para Aron la forma esencial de la política –y de las sociedades– modernas es la democracia. Y así como Tocqueville advirtió pronto el peligro de la “suave tiranía” que amenaza las democracias, también Aron comprende que la ausencia de valores es el gran peligro para las sociedades que, siendo democráticas, pierden el rumbo de la libertad. Por eso Aron, como Tocqueville, preconiza el cultivo de la virtud entre la ciudadanía.

Aron –tan fascinado por Marx como por Tocqueville– retoma el análisis marxista sobre las libertades formales y las libertades reales. Para que una sociedad sea plenamente democrática y libre no bastan, como dijo Marx, las “libertades reales”. Ahora bien, las consecuencias que Marx deduce de esta afirmación son exageradas y erróneas. La exageración y el error proceden de la soberbia “prometeica” de Marx, que le aleja del análisis minucioso y contrastado de la realidad y le conduce a elaborar una teoría de la historia a partir de unos datos erróneos.

La revolución que debía conducir el proletariado a la emancipación final de la humanidad ha degenerado en el infierno totalitario allí donde se ha intentado. Y allí donde no se ha implantado el socialismo real, la revolución es una fantasía inaplicable con poder, exclusivamente, para la destrucción.

De la primera constatación se deduce la fidelidad al principio antitotalitario que Aron mantendrá después de la Segunda Guerra Mundial. Esa fidelidad, que ya le había llevado a romper con su antiguo camarada Jean-Paul Sartre, le conduce en la posguerra a la marginación dentro de la clase intelectual francesa. Aron es de los escasísimos intelectuales radical y firmemente anticomunistas de esos años, cuando el marxismo llegó a ser el pensamiento único por excelencia. Acosado, calumniado, desprestigiado por los ataques personales a los que la izquierda ha recurrido siempre a falta de mejores argumentos, Aron mantiene firme la bandera de la libertad desde la tribuna de Le Figaro, periódico burgués por excelencia donde empezó a escribir en 1947, y luego de la revista L’Express y también desde Commentaire, una de las grandes revistas críticas europeas.

También contraataca con un panfleto demoledor, El opio de los intelectuales (1955). Aron da la vuelta a Marx y habla de la doctrina que de él deducen los intelectuales marxistas como de una peculiar religión, hostil a cualquier comprobación racional o empírica. La argumentación de los mandarines marxistas contra las sociedades burguesas no es, además, democrática. Defienden privilegios y una forma de libertad sólo posible en las sociedades premodernas, justamente las que Tocqueville llamaba aristocráticas.

Esta crítica de los intelectuales marxistas se prolonga luego ante los acontecimientos de la llamada “revolución” del 68, ante la cual mantiene una crítica tan implacable como ante los comunistas y los compañeros de viaje en años anteriores. De no haber mediado Glucksmann, probablemente le habrían quemado su despacho en la Sorbona con gasolina. Tal vez recordando las quemas de libros en Berlín, llamó “bárbaros” y “nihilistas estetas” a los “revolucionarios”. Con ellos empezaba la tiranía prevista por Platón cuando se desploman los principios de la verdadera autoridad. La “seudo revolución” ponía de manifiesto la fragilidad de las democracias, regímenes y sociedades plurales que reposan sobre tensiones que tienen que canalizar si quieren sobrevivir. Corroboraba, por otra parte, lo que había dicho antes sobre los intelectuales, completamente ajenos a los valores de los “trabajadores”, cuyo objetivo último no es emancipar a la humanidad en la disolución de la sociedad de clases y el final de la Historia sino, mucho más prosaicamente, convertirse en burgueses.

Se ha dicho que Aron no entendió el impulso democratizador que subyacía en el malestar difuso expresado en mayo del 68. Con la perspectiva que da el agotamiento del ciclo vital de sus protagonistas, ha quedado corroborado su análisis acerca de la actitud estrictamente negativa de aquellos señoritos narcisistas con vocación de funcionarios. Los hechos inmediatos demostraron, por otra parte, la justeza del análisis político. Como Aron había previsto, hubo un renacer momentáneo del gaullismo abocado a un callejón sin salida.

Aron dejó la Sorbona y acabó impartiendo un seminario en el Collège de France, desde una posición un poco marginal con respecto al mundo académico francés, aunque con prestigio suficiente como para que su magisterio influyera decisivamente en pensadores e historiadores como François Furet, Pierre Manent o François Fejtö, que han mantenido hasta ahora la importancia de Francia en las ciencias sociales.

Se centró a partir de entonces en el estudio de la política internacional, insistiendo en la necesidad de defender y conservar los valores de las democracias liberales frente al totalitarismo soviético mediante la profundización del vínculo atlántico. Aron volvía a nadar contracorriente: contra las políticas de distensión preconizadas por los gobiernos occidentales, en particular por Estados Unidos, y contra la autocomplacencia de las democracias europeas, debilitadas, olvidadas del deber, extraviadas en la búsqueda del placer, “brillantes y decadentes a la vez”.

Más tocquevilliano que nunca, Aron analiza en La República imperial (1973) el papel de potencia hegemónica democrática que le corresponde a ese país todavía joven que es Estados Unidos, donde el cumplimiento libre y tranquilo de las leyes permite una democracia auténticamente liberal, a diferencia de lo que ocurre en los países europeos, en particular Francia. La acción de la política norteamericana no está a la altura de las expectativas, aunque la llegada al poder de Reagan, que Aron tuvo tiempo de ver en sus últimos años, matizó en algo su pesimismo. Fue en estos últimos años –falleció en 1983– cuando escribió sus célebres Memorias. Aunque de estilo a veces atormentado y abstruso, siguen siendo una excelente introducción a la historia intelectual del siglo XX justamente por quien vivió en primera persona, como analista y actor, el gran enfrentamiento de su tiempo entre el totalitarismo y la libertad.

Ese es, de hecho, uno de sus legados, el de una crónica diaria, realista y sofisticada de su tiempo. Una monumental antología de sus escritos ha podido ser titulada, con justicia, Una historia del siglo XX. El análisis de la actualidad está basado en un pensamiento que nunca quedó del todo sistematizado, por la marginación de Aron dentro de la universidad francesa pero también por elección propia. Aron el escéptico desconfiaba de los sistemas totales, de cualquier voluntad de encontrar una clave para entender toda la realidad, también de la posibilidad de elegir entre el Bien y el Mal absolutos.

Eso nunca le impidió tomar partido apasionadamente, arriesgando cada vez su posición, rectificando cuando era necesario, siempre en defensa de unos principios que no perdieron vigencia desde que los hizo suyos, en plena marea totalitaria. La lectura de sus ensayos y sus artículos lleva siempre a preguntarse qué pensaría Aron de los problemas y los conflictos actuales.

Dijo que los europeos querían salir de la historia con letras mayúsculas, la que se escribe con sangre, pero que el problema consistía en que cientos de millones de personas están empeñadas en entrar en ella. ¿Qué habría dicho de las consecuencias de los atentados del 11 de marzo en Madrid? Afirmó que el problema de la Comunidad Europea era que quería al mismo tiempo respetar los Estados y superarlos. ¿Qué habría escrito de la turbia conciencia que ha llevado a dos grandes países europeos a votar exactamente lo contrario ante un mismo asunto, como ha sido la ratificación de la llamada “Constitución europea”? Condenó la guerra de Argelia, pero apoyó la intervención en Corea. ¿Qué habría pensado de la intervención en Irak y del proyecto de imperialismo democrático que caracteriza ahora a Estados Unidos?

Si se quiere ser fiel a Aron, las respuestas siempre habrán de ser matizadas y complejas, aunque claras e inequívocas en el fondo. Es un buen ejercicio. Difícil.

 

Revel. La pasión por la libertad by Marco

No siempre Francia odió la libertad. Ciertamente el odio a la libertad es una de sus especialidades. Resulta lógico, siendo Francia el país que inventó el jacobinismo y luego, siguiendo una aplastante lógica cartesiana, la derecha revolucionaria, es decir el fascismo. Pero Francia, aunque hoy en día parezca increíble, fue además la patria de Raymond Aron, de Tocqueville y sus amigos los doctrinarios, que tanta influencia tuvieron en la vida política española, del economista Frédéric Bastiat y de Montaigne.

            ¿Qué tuvieron en común esos hombres? Su liberalismo, es decir, su amor a la libertad. Hoy, los amigos de la libertad en Francia y en todo el mundo estamos de luto. El fallecimiento de Jean-François Revel parece cerrar esa saga de grandes liberales franceses que se distinguieron por su compromiso personal, su firmeza moral y –salvo Aron, el más philosophe de todos ellos- su claridad.

            Como ellos, Revel era también un hombre cosmopolita, gran amante de Italia, de Latinoamérica y de España, que conocía muy bien, a la que quiso incansablemente, más que muchos españoles, y donde tuvo muy buenos amigos. (La última vez que estuvo oficialmente en Madrid fue en un acto de la Fundación Internacional para la Libertad, presidida por Mario Vargas Llosa, en 2004.) De joven, en tiempos muy difíciles, escogió la resistencia contra los nazis. Luego, cuando en toda Europa cundía el antiamericanismo como penúltimo reducto del miedo y la mala fe, tuvo el valor de publicar un extraordinario análisis de la Obsesión antinorteamericana que demuestra la profundidad con que había llegado a conocer, y a connaturalizarse, podría decirse, Estados Unidos.

            Revel tenía ese don. Absorbía lo que le interesaba y lo devolvía en palabras sencillas, al alcance de cualquiera que tuviera sentido común, como verdades de las que los que los fundadores de Estados Unidos llamaban evidentes por sí mismas.

            Están muy lejos de serlo, como el propio Revel sabía mejor que nadie. Lo que ocurría era que el eje sobre el que se construyó su vida –el amor a la libertad- era tan consistente, que todo lo que tuviera que ver con él se articula en sus textos sin dificultades aparentes, con una lógica interna que fluye sin esfuerzo. Cuando hacía falta, esa misma fortaleza interior le condujo al panfleto, a veces virulento, pero siempre escrito de mano maestra y siempre argumentado.

            El don para la polémica le resultó especialmente útil para combatir la aplastante hegemonía del socialismo y del estatismo intervencionista a la que nunca se resignó. Decía que no había luchado contra los nazis para participar después de otro totalitarismo como el comunismo. Y no dejó de razonar, describir y exponer las razones que sostenían su liberalismo. Poco antes de que los alemanes tiraran abajo el Muro de Berlín, escribió El conocimiento inútil, una reflexión sobre el socialismo que anticipa lo que iba a venir después de su colapso: no precisamente el fin de la Historia, sino la perpetuación de la misma ceguera, la misma negativa a ver la realidad, y disfrazadas otra vez de pacifismo, buenas intenciones y buenos sentimientos.

            Como en los grandes liberales, en Revel hay un moralista. No es un moralismo atormentado, a la Tocqueville, aunque sí que se rastrea en él una suerte de fatalidad que le llevaba a reaccionar contra aquello que le resultaba insoportable. Yo creo que le repugnaba, por encima de todo, el cinismo, la mala fe, la disposición voluntaria a no ver la realidad tal como es. Su reacción era tan rápida y tan rotunda que se asemejaba a un exceso de optimismo. Era un optimista, sin duda, pero a su modo, un poco escéptico y distanciado, como corresponde a quien se consideraba a sí mismo un filósofo en tiempos en los que la filosofía ya no es necesaria. Entre el zorro, que sabe muchas cosas, y el erizo, que sólo sabe una, Revel siempre se atuvo al erizo y citaba con sorna, en vez de a Isaiah Berlin, que hizo célebre la elección, a su autor original, el griego Arquíloco de Paros. Excelente periodista, señaló una vez que quizás las próximas elecciones presidenciales francesas se jugarían entre Jose Bové, el antiglobalización, y Le Pen. ¿Cabe un análisis más certero y sucinto de la situación de Francia y de Europa?

Una alianza de civilizaciones... de derechas de José María Marco

Una alianza de civilizaciones... de derechas

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Dinesh D'Souza, The Enemy at Home. The Cultural Left and Its Responsibilities for 9/11. Nueva York, Random House, 352 págs.


Dinesh D’Souza ha sido una de las estrellas intelectuales de la derecha norteamericana. Llegó a Estados Unidos en 1978 procedente de la India. En la Universidad –el Darmouth College, una de las más antiguas universidades norteamericanas-, colaboró en una revista estudiantil de derechas y empezó a hacerse un nombre con sus análisis y, más de una vez, por sus provocaciones. Escribió un best seller ácido sobre la educación universitaria (Illiberal Education: The Politics of Race and Sex on Campus), que recuerda en algo la primera obra importante de una de las grandes figuras de la derecha norteamericana, William F. Buckley, que también se dio a conocer con un análisis de la educación impartida en Yale, su propia universidad, una de las más elitistas de Estados Unidos y que paradójicamente, ya antes de los años 50, se inclinaba al progresismo.

D’Souza pasó luego a trabajar para la Heritage Foundation, la gran fundación conservadora de Washington y colaboró en la administración Reagan en los años 80. Hace poco tiempo ha levantado una nueva discusión con la publicación de un nuevo libro titulado The Enemy at Home: The Cultural Left and Its Responsibility for 9/11 (El enemigo en casa: la izquierda cultural y sus responsabilidades ante el 11 S).

En realidad, la polémica es doble. Por un lado, pertenece a la categoría de aquellas a las que D’Souza tiene acostumbrados al público, tanto a sus lectores como a sus detractores. Y es que acusa directamente a la izquierda norteamericana –a las universidades, las organizaciones filantrópicas y la flor y nata de Hollywood, sin olvidar la izquierda política- de ser la causante del 11 S y de la “erupción” islamista antiamericana que hoy arrasa el mundo entero.

¿Por qué? Porque, según D’Souza, bajo Clinton los demócratas se mostraron flojos ante el islamismo. Podían haber optado por continuar la política de intransigencia y claridad moral  Reagan frente al comunismo. En vez de eso, Clinton y los demócratas de los años ochenta desarmaron Estados Unidos. Dejaron ver su debilidad, su escasa movilización, su nula voluntad de luchar contra el nuevo totalitarismo que, en contra de los diagnósticos sobre el “fin de la Historia”, estaba tomando el relevo del antiguo, el marxista.

En este punto D’Souza pone el dedo en una llaga sangrante: la alianza entre el islamismo radical y la antigua izquierda más o menos marxista, una alianza presente hoy en todas partes: en las universidades norteamericanas, en las manifestaciones antiglobalización (en realidad, antiliberales y antiamericanas), en la colaboración entre el régimen iraní y los neocastristas como Chávez o, en España mismo, la sin igual Alianza de Civilizaciones promocionada por el nuevo régimen de Rodríguez Zapatero.

Ahora bien, D’Souza va más allá, y es en este punto donde ha saltado la segunda polémica, esta vez en las filas liberal conservadoras, los mismos que lo han venido apoyando hasta aquí. D’Souza mantiene que los progresistas han llevado a cabo un programa de destrucción de algunas de las claves de la identidad norteamericana, en particular el papel de la religión en la vida pública y de la familia. Es la invención de una nueva cultura norteamericana, laica y sin restricciones morales, la que ha propiciado la reacción de los musulmanes y ha dado pie al fundamentalismo islámico.

En consecuencia, D’Souza mantiene que frente a la alianza de la izquierda progresista y los islamistas, es preciso poner en marcha otra que sellaría un frente común entre la derecha occidental y los musulmanes tradicionales que, según él, no compartirían las tendencias violentas de los fundamentalistas. Los conservadores de ambas religiones recuperarían así la iniciativa en defensa de sus respectivas religiones y de los fundamentos morales atacados por la izquierda y por el fundamentalismo.

Los progresistas han visto en el propuesta de D’Souza una confirmación de sus propias tesis acerca de la identidad de fondo entre el fundamentalismo islámico y lo que llaman el “fundamentalismo cristiano”, es decir los movimientos de origen religioso que han apoyado el avance de la derecha norteamericana en los últimos treinta años.

El análisis no resulta muy convincente. No hay nada que una a los islamistas con una “derecha cristiana” que se reafirma precisamente en muchas de los principios y costumbres que repelen a los islamistas. Por mucho que se pueda alegar que la “derecha cristiana” condena, como el islam, el aborto y la práctica de la homosexualidad, ¿cómo podría llegar a aceptar la poligamia, por ejemplo? ¿Y la condena del Estado de Israel? Eso entre otros muchos argumentos, y sin tener en cuenta que los hechos confirman la realidad de la alianza –asombrosa para muchos, y para unos cuantos, incluidos algunas personas en la izquierda, incomprensible- entre el propio progresismo y los islamistas.

Más interesante, en mi opinión, resulta la respuesta que a D’Souza se le ha dado desde su propio bando. Vale la pena leer el ensayo que le ha dedicado Stephen Spencer en Front Page Magazine. Spencer sintetiza bien la argumentación en contra de D’Souza. En primer lugar, como dice Spencer, D’Souza hace suyo el argumento, característico del progresismo, según el cual Occidente siempre es culpable de los ataques islámicos o, en general, terroristas. Estaríamos por tanto ante una reelaboración de la justificación del terrorismo, que invocaría esta vez la decadencia moral occidental.

Por otra parte, Spencer, como otros muchos, tiene serias dudas acerca de la existencia de un islam tradicional que sea al mismo tiempo moderado, es decir capaz de condenar la violencia fundamentalista de los islamistas. Si existiera de verdad el islam moderado, dice Spencer, estos moderados no se sentirían aludidos cuando se critica a los yihadistas.

El razonamiento sirve igual para los nacionalistas y sus aliados en nuestro país. La propuesta de D’Souza puede parecer descabellada, pero sobre uno muy parecido se ha construido buena parte de la historia reciente de España.

Libertad Digital, 19-02-07